El concepto de autonomía universitaria es polisémico y cambiante. Hace referencia al vínculo entre universidades, el poder político del Estado y el grado de dependencia con respecto a otros poderes económicos o fácticos. Su origen se encuentra en el surgimiento mismo de la universidad contemporánea, tal como la conocemos hoy con todas sus variantes y vertientes. El modelo de universidad en el que se vinculan estrechamente la enseñanza superior y la investigación, instrumentado por Wilhelm von Humboldt en Berlín a comienzos del Siglo XIX, requería para su funcionamiento de libertades creativas incompatibles con el control estricto de sus actividades por actores institucionales externos. Este modelo quiebra la tradición de las universidades confesionales constituidas en el medioevo; donde las universidades eran un instrumento de propagación y formación de los sistemas de creencias y dominación imperantes, con un papel marginal en los procesos de innovación e investigación.

La propagación del modelo alemán constituye un hito central de un largo proceso que ha llevado a las universidades al centro de la creación y difusión del conocimiento avanzado. El desarrollo del pensamiento crítico e investigación dinámica descansa en la construcción de redes y vínculos entre los integrantes de la comunidad universitaria y con actores externos que permitan diálogos horizontales, no condicionados por dependencias jerárquicas e instrumentales que inhiban la actividad creadora, bloqueen programas de investigación y formación o desincentiven actividades con resultados más inciertos o de largo plazo, difíciles de apropiar por elencos políticos cuyos objetivos pueden tender a priorizar la visibilidad de resultados capitalizables durante su gestión. Universidades dependientes, sometidas a enfoques y prioridades móviles en función de cambios de autoridades ministeriales o similares obtendrán mediocres logros ante el vaivén de las circunstancias cambiantes. La autonomía no es una entelequia sino un requisito necesario, no suficiente por sí sólo, para un desarrollo consistente y capaz de aportar al crecimiento cultural, social y económico de la sociedad de la que se es parte.

No obstante la plasticidad del concepto de autonomía, existe acuerdo en un espacio mínimo de dimensiones constitutivas que lo demarcan: 1) capacidad para diseñar y operativizar programas académicos de investigación y formación; 2) libertad para definir la estructura organizativa interna; 3) definición de mecanismos de ingreso de estudiantes y docentes así como los criterios que rigen la carrera funcional; y 4) mecanismos de financiamiento global e independencia para asignar el presupuesto entre distintos programas propios sin intervenciones externas.

El grado de autonomía efectiva muestra importantes variantes entre universidades. En el caso de Uruguay, por ejemplo, la autonomía académica para diseñar sus programas y priorizar la asignación de sus recursos internos contrasta con la rigidez en otros aspectos, como en la capacidad para definir su estructura organizativa y de gobierno; la cual se encuentra consagrada a nivel legal cuando estos asuntos suelen ser materia estatutaria interna en la mayoría de las configuraciones normativas.

El rango constitucional o legal de la autonomía universitaria no es una peculiaridad o excentricidad del Uruguay y de la Universidad de la República. La mayoría de los marcos normativos que configuran el campo de acción de la educación superior y la investigación académica en la región y el mundo desarrollado protegen en forma explícita este principio, en el entendido que representa un anclaje imprescindible para el desempeño de sus funciones institucionales. Incluso, en Estados Unidos, donde el gobierno federal cuenta con una escasa injerencia regulatoria en la vida de las instituciones de educación superior, dado que dicha responsabilidad recae en los Estados – es uno de los pocos países que carece de un Ministerio especializado en educación – la constitución de Estados como California o Michigan proclama la autonomía de sus grandes universidades públicas.

Regímenes autocráticos y gobiernos con marcados reflejos autoritarios tienden a avanzar sobre, cuando no avasallar, la autonomía universitaria. Instrumentalizar a las universidades para fines particulares (o corporativos) es una tentación constante y una tensión objetiva a la que han estado sujetas las universidades.

No hay que rastrear en un pasado lejano para encontrar ejemplos. Los gobiernos de los dos países más poblados de las Américas, Estados Unidos y Brasil, minimizan grandes problemas globales como el cambio climático o la desforestación; construyendo discursos públicos que niegan la evidencia científica. En la región, gobernantes han despreciado áreas disciplinares completas, llegando a señalar la “inutilidad” de asignar fondos públicos a las humanidades, las ciencias sociales o la creación artística o cultural. En Europa, el parlamento húngaro prohibió los estudios con enfoque de género. Sin llegar a esos extremos, el camino de denostar a las universidades cuando las elaboraciones académicas no coindicen con la de los gobernantes ha sido recurrente. No se trata sobre la supuesta “intocabilidad” o “irrebatibilidad” de aseveraciones, opiniones o resultados provenientes de la investigación universitaria. Afirmar esto sería negar la propia historia creativa de la humanidad y la esencia misma de la investigación y la actividad universitaria. Si algo no puede faltar en las universidades es discusión. Pero ese diálogo crítico debe darse con las mismas armas, provenientes de la argumentación racional y la evidencia creíble. No de la denostación y la agresión.

¿Qué sucedería si las definiciones y contenidos de los programas universitarios cayeran en quienes niegan el cambio climático, consideran la creación artística una mera distracción consumidora de recursos o entienden que los estudios sobre desigualdades de género son un cuerpo extraño que debe ser extirpado de la vida universitaria? ¿Cuál sería el resultado, en términos de acumulación de conocimiento y acervo cultural, si se decide desplazar todos los recursos de áreas percibidas como irrelevantes o potencialmente cuestionadoras de verdades reveladas postuladas por las autoridades de turno? La conclusión no es menos que perturbadora. En una actividad donde los logros son acumulativos y encadenados el efecto de una pérdida de masa crítica puede ser, y ha sido en algunos casos, devastador.

El agravio a la autonomía universitaria no se limita a furibundos ataques para desprestigiar a la institución universitaria o retóricas agresivas contra líneas de investigación o áreas disciplinares. La forma de seguir estos objetivos es interferir directamente en las decisiones que toman las universidades o cambiar las normas de juego para incidir en la designación de las autoridades, con la finalidad de asegurar la afinidad con el gobierno o, más en general, su maleabilidad. Desde Venezuela, donde no se han podido llevar adelante elecciones de autoridades desde hace más de una década en algunas universidades públicas y se intenta imponer cambios en la configuración de padrones electorales desde ámbitos judiciales, hasta Brasil, con designaciones de rectores que no cuentan con el apoyo mayoritario del demos universitario e intentos de cambios en la normativa para permitir al poder ejecutivo la designación de autoridades afines en las universidades federales, la búsqueda de injerencia directa ha resurgido en el continente con cierta virulencia en tiempos recientes.

Los últimos años son testigos de nuevos empujes sobre la autonomía de las universidades. No obstante, aparece un elemento novedoso en la extensión y alcance del fenómeno en Europa y Estados Unidos, ante la creciente preocupación por los intentos de injerencia directa sobre el quehacer diario de las universidades, ya sea por retóricas agresivas desde los gobiernos y amenazas de cortes presupuestales si no se adoptan los enfoques deseados por las autoridades o de cambios normativos que recortan espacios relevantes de autonomía. Por ejemplo, la European Universities Association (EUA), All European Academies (ALLEA) y Science Europe, entidades que representan a la vasta mayoría de instituciones de investigación y educación superior del espacio europeo, emitieron una declaración conjunta durante 2019 advirtiendo que “…todos los países de Europa – en forma de legislación nacional, tratados internacionales o la Carta de los Derechos Fundamentales de la UE- y muchos en todo el mundo tienen disposiciones legales que garantizan la libertad académica y la autonomía institucional. Mientras los instrumentos legales difieren en alcance y contenido, reflejan un compromiso compartido para proteger estos principios. A pesar de esto compromiso, libertad académica y autonomía institucional ya no son evidentes en Europa y en todo el mundo, con graves consecuencias para los estudiosos, la ciencia y la sociedad”, mientras que el secretario general de la EUA Lesley Wilson señalaba que «… En este momento, estamos presenciando acontecimientos inquietantes e infracciones directas a la libertad académica y la autonomía institucional en el Espacio Europeo de Educación Superior… Las presiones ejercidas sobre estos principios básicos son barreras preocupantes para que nuestras sociedades avancen hacia un futuro más próspero y sostenible respaldado por el conocimiento» (declaración completa).

Otros frentes y desarrollos cuestionan la autonomía efectiva de las universidades, asociados con los cambios en las estructuras de financiamiento. Desde el sector público, una porción cada vez mayor de recursos se direccionan a partir de llamados específicos, destinados a ciertas áreas y desprotegen a otras áreas u enfoques. En los países desarrollados, en materia de financiamiento de la investigación, la reducción del financiamiento público ha llevado a que gane peso en la agenda académica problemas visualizados como relevantes por grandes corporaciones, cuyo impacto social puede ser más limitado e incluso sometido a fuertes barreras de protección intelectual que crea rentas empresariales mientras acota el disfrute colectivo del conocimiento avanzado. Esta preocupación no es ni una trivialidad ni un discurso vacío. Daron Acemoglu (MIT) y Pascual Restrepo (Boston University) lo ejemplifican con un caso concreto y relevante: las investigaciones sobre inteligencia artificial se centran en desarrollos percibidos como rentables por las grandes conglomeraciones, mientras que otras líneas posibles de aplicación con mayor impacto – donde la rentabilidad social superaría a la rentabilidad privada – no cuentan con soportes razonables, ante la reducción de políticas públicas específicas.1

Por cierto, preservar la autonomía no es asumir la independencia y el aislamiento institucional. Concepto en permanente discusión y resignificación, la autonomía universitaria sólo puede defenderse sobre bases sólidas construidas y sedimentadas en la transparencia institucional, la apertura social , la vocación crítica, la discusión democrática y la explícita voluntad de transformación. No es un argumento que exima de una rendición social de cuentas precisa y detallada ni habilite opacidad en el manejo de fondos públicos. Tampoco presupone que la discusión de asuntos universitarios atañe sólo a los universitarios, encapsulados en nuestra propia dinámica cotidiana y aislados de las preocupaciones nacionales o la ausencia de políticas nacionales atinentes al sostén de la educación superior. La creciente importancia de la vida universitaria requiere de políticas que permitan el funcionamiento de un sistema nacional de educación superior, concebida como bien público social, que asegure la democratización del conocimiento avanzado y el fomento a la diversidad cultural. Debatir con profundidad y apertura el papel de las universidades en nuestras sociedades es uno de los principales antídotos contra la construcción de discursos basados en la desinformación deliberada y la argumentación falaz.

El agravio sobre la autonomía encuentra bases fecundas si las universidades se encierran en sí mismas o articulan discursos autocomplacientes. Angus Deaton, premio Nobel de Economía 2015, en ocasión de firmar una declaración contraria a las políticas migratorias restrictivas que introdujo el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, afirmó que las grandes universidades norteamericanas “…no están exentas de culpas. Ellas han estado mucho tiempo peligrosamente aisladas de la sociedad de la que son parte y que en última instancia las sostiene…Muchos académicos viven en burbujas liberales y cosmopolitas, poco penetradas por los conflictos extramuros. Las universidades de élite corren el riesgo de servir o ser percibidas como sirviendo sólo a los más ricos, minorías y extranjeros dejando poco espacio para el acceso de la clase obrera estadounidense…

La defensa de la autonomía universitaria no puede ser liturgia para iniciados, con sus ritos y frases hechas. La imprescindible autonomía se defiende no en clave de los intereses de los actores universitarios, sino en clave de su necesidad para alcanzar fines socialmente valiosos en un mundo donde el conocimiento es, simultáneamente, fuente de esperanzas sociales pero también de asimetrías de poder.

1 The wrong kind of AI? Artificial Intelligence and the future of labour demand. Cambridge Journal of Regions, Economy and Society (Diciembre, 2019). La version working papers tiene information adicional sobre el tópico.

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